Espiritualidad 11
Dios mío, ven en mi auxilio.
Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre…
Dios de la luz, presencia ardiente
sin meridiano ni frontera:
vuelves la noche mediodía,
ciegas al sol con tu derecha.
Como columna de la aurora,
iba en la noche tu grandeza;
te vió el desierto, y destellaron
luz de tu gloria las arenas.
Cerró la noche sobre Egipto
como cilicio de tinieblas,
para tu pueblo amanecías
bajo los techos de las tiendas.
Eres la luz, pero en tu rayo
lanzas el día o la tiniebla:
ciegas los ojos del soberbio,
curas al pobre su ceguera.
Cristo Jesús, tú que trajiste
fuego a la entraña de la tierra,
guarda encendida nuestra lámpara
hasta la aurora de tu vuelta. Amén.
Entonces llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros. Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero; que fueran calzados con sandalias, y que no tuvieran dos túnicas.
Les dijo: “Permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir. Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos”.
Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión; expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo.
(Marcos 6, 7-13)
Salmo 85: Anuncio de la Salvación
Voy a proclamar lo que dice el Señor:
el Señor promete la paz,
la paz para su pueblo y sus amigos,
y para los que se convierten de corazón.
Su salvación está muy cerca de sus fieles,
y la Gloria habitará en nuestra tierra.
El Amor y la Verdad se encontrarán,
la Justicia y la Paz se abrazarán;
La Verdad brotará de la tierra
y la Justicia mirará desde el cielo.
El mismo Señor nos dará sus bienes
y nuestra tierra producirá sus frutos.
La Justicia irá delante de él,
y la Paz, sobre la huella de sus pasos.
Gloria al Padre…
Intenciones:
- Bendito seas, Señor, Pastor de la Iglesia, que nos vuelves a dar hoy la luz y la vida, haz que sepamos agradecerte este magnífico don.
- Guía a tu Iglesia por el camino de tus mandatos, y haz que el Espíritu Santo la conserve en la fidelidad.
- Que tus fieles, Señor, cobren nueva vida participando en la mesa de tu pan y de tu palabra, para que, con la fuerza de ese alimento, te sigan con alegría.
- Señor, te encomendamos la situación de nuestro país: te pedimos que nos protejas en medio de la adversidad, y que manifiestes tu providencia, especialmente, con los más necesitados.
- Te pido especialmente por el grupo que me encomendaste como dirigente…
Padre nuestro…
Alabado sea Jesucristo…
RESPETO (III)
Y ahora vayamos un paso más allá; en efecto, una y otra vez hemos tratado de seguir las virtudes que considerábamos hasta entrar en Dios, porque “lo” bueno, en definitiva, es “el” bueno — “nadie es bueno sino Dios”, como responde Jesús al muchacho (Lc 10, 18) —, y todo lo bueno que hay en el hombre es elemento de su condición de imagen y semejanza de Dios. Entonces, ¿cómo es: el mismo Dios practica el respeto?
Ciertamente, no hemos de decir tonterías, pero creo que a esta respuesta hay que contestar que sí. Y precisamente el “respeto” se muestra en que Dios haya creado al hombre como ser libre.
No es raro encontrar una especie de humildad que, para honrar a Dios, rebaja al hombre. Eso no es cristiano: en el fondo, es la contrapartida de la “idolatrización” del hombre, y las actitudes de contrapartida propenden a convertirse las unas en las otras. Dios quiere al hombre como su imagen, esto es, con conocimiento y responsabilidad. Ahí se expresa una voluntad divina de respeto, pues también habría podido crear al hombre de tal manera que estuviera sujeto al bien. Eso no habría significado nada bajo, incluso tal vez —si pensamos en el terrible desbordamiento de injusticia y crimen que atraviesa el mundo— hubiera sido algo grandioso y feliz. Desde el comienzo habría podido irradiar tan poderosamente su verdad en el espíritu del hombre, le habría podido situar tan elementalmente la supremacía del bien en la conciencia, que al hombre no le hubiera sido posible siquiera errar y pecar. Entonces el mundo habría llegado a ser una obra de arte de belleza y de armonía, pero habría faltado lo prodigioso de la criatura libre y también la disposición de ánimo de Dios ante esa libertad, que sólo sabemos expresar diciendo: Hace honor al hombre. De ahí surge el sagrado mundo del Reino de Dios, que se construye por su gracia, partiendo de la libertad del hombre.
Y además, otra verdad básica de la Revelación recibe aquí una nueva luz: el acontecimiento que concluye toda historia y la decide para la eternidad: el Juicio. Cuando se habla de él, suele ser como un mensaje de terror. En realidad, el Juicio es un testimonio de honor para los hombres, pues pone a éstos bajo la medida de la responsabilidad. Sólo un ser con libre responsabilidad puede ser juzgado.
Aquí reina un misterio que no cabe sondear. La voluntad de Dios es la base de todo ser y hacer, y, sin embargo el hombre es libre. Lo es realmente tanto, que incluso puede decir que no a la voluntad de Dios. Pero esa libertad no existe al lado de la voluntad de Dios, ni menos como un poder contrario que se eleva contra ella, sino que por él mismo es por quien existe y actúa esa libertad: por su respeto.
El respeto de Dios ante la libertad, y al mismo tiempo la decisión con que Él quiere el bien y sólo el bien, quizá sea sobre el que más se ha meditado, este misterio; sin embargo, todavía no lo ha penetrado nadie.
¿Es posible entrar en profundidades aún mayores?
Dios es el que existe sin más, el fundamento en sí mismo, el que se basta a sí mismo. ¿Cómo puede en absoluto haber “al lado” de Él, “ante Él”, algo finito, e incluso libertad finita? ¿No debería elevarse como único existente en el triunfo de lo absoluto? Pero la Revelación nos dice que Dios, uno y trino, tiene en sí mismo infinita comunidad, fecundidad que supera a todo concepto. Que es Padre, e Hijo y Espíritu Santo: hablante e interpelado, y entendedor-entendido en infinito amor. Misterio, ciertamente impenetrable a nuestro espíritu, pero manifestándonos igualmente que Él no necesita nada de lo finito, ni para obtener conciencia, ni para tener amor, como ha querido decir la soberbia del panteísmo.
Sin embargo, Él quiere que haya finitud, libre finitud: ¿no se manifiesta aquí un misterio de divino respeto? Que el poder absoluto del acto divino de ser no destroce al ente finito; que la ardiente majestad del yo divino —mejor dicho, el “nosotros”, véase Jn 14, 23— no queme lo finito; al contrario, lo quiere, en constante llamada lo crea y lo mantiene en su realidad…
Realmente, “en él vivimos y nos movemos”, como dijo san Pablo en el Areópago de Atenas (Hch 17, 28). Su respeto creador es el “espacio” en que existimos.
En nuestros días, cuando inunda el mundo esa temible mezcla de altanería y tontería que se llama ateísmo, es bueno pensar en esa verdad.
(Una ética para nuestro tiempo, Romano Guardini)
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