Bautismo del Señor. Ciclo C
«Tú eres mi Hijo Amado, el predilecto»
Lectura del libro del profeta Isaías 40, 1-5.9-11
«Consolad, consolad a mi pueblo – dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa, pues ha recibido de mano de Yahveh castigo doble por todos sus pecados. Una voz clama: “En el desierto abrid camino a Yahveh, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios. Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado; vuélvase lo escabroso llano, y las breñas planicie. Se revelará la gloria de Yahveh, y toda criatura a una la verá. Pues la boca de Yahveh ha hablado”.
Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá: “Ahí está vuestro Dios”. Ahí viene el Señor Yahveh con poder, y su brazo lo sojuzga todo. Ved que su salario le acompaña, y su paga le precede. Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas.»
Lectura de la carta de San Pablo a Tito 2, 11-14; 3, 4-7
«Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente, aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo; el cual se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, fervoroso en buenas obras.»
«Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna.»
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 3, 15-16.21-22
«Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo; respondió Juan a todos, diciendo: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego.
Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: “Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado”.»
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Sin que aparezca la palabra «novedad» en los textos litúrgicos, todos ellos se refieren, en cierta manera, a la novedad de la acción de Dios en la historia. Es nuevo el lenguaje de Dios en Isaías: «ha terminado la esclavitud…, que todo valle sea elevado y todo monte y cerro rebajado…, ahí viene el Señor Yahveh con poder y su brazo lo sojuzga todo». Es absolutamente nuevo que Jesús sea bautizado por Juan, que el cielo se abra, que el Espíritu descienda en forma de paloma, que se oiga una voz del cielo: «Tú eres mi hijo predilecto». Es nueva la realidad del hombre que ha recibido el bautismo: «un baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Señor».
La novedad sólo puede venir de Dios
El hombre, desde los mismos inicios, lleva la huella del pecado original. Se trata de una realidad común a toda la humanidad. Esta es la triste condición humana. El hombre puede gritar, desesperarse, blasfemar; o puede sentir el peso de la culpa, pedir perdón y ayuda, esperar. Lo que está claro es que sólo Dios puede echarle una mano; sólo Dios puede cambiar su vieja condición pecadora en pura novedad de gracia y misericordia.
Está igualmente claro que Dios siempre está de parte del hombre y actúa en favor de él, porque «ha sido creado a imagen y semejanza suya». La liturgia presenta tres momentos históricos de la intervención de Dios: primero interviene para liberar al pueblo israelita de la esclavitud de Babilonia (primera lectura), luego para revelar al mundo la filiación divina de Jesús (Evangelio), finalmente para manifestar a los hombres la nueva situación creada en quienes han recibido el bautismo (segunda lectura). La consecuencia es lógica: Si Dios ha intervenido en el pasado con una irrupción de vida y esperanza nuevas, Dios interviene en el presente e intervendrá en el futuro, porque el nombre más propio de Dios es la fidelidad.
La manifestación de Jesús
La manifestación («epifanía») de Jesús se realiza en tres momentos. En los tres se trata de poner en evidencia ante los hombres quién es Jesús. El primer momento es el que se recuerda en la solemnidad de la Epifanía que celebrábamos el Domingo pasado: llegan tres magos de oriente preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?». Cuando lo encuentran le ofrecen dones: oro como a Rey, incienso como a Dios y mirra como a quien ha de morir. Empezamos a comprender quién es este Niño que nació en medio de nosotros tan ignorado.
El segundo momento ocurre en el bautismo de Jesús por medio de Juan en el Jordán. Es el momento que celebramos este Domingo. El mismo Juan responde acerca de su bautismo: «Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis… yo he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel» (Jn 1,26.31). Esa manifestación es la que nos narra el Evangelio de hoy. El tercer momento ocurre en las bodas de Caná. Este pasaje, que es el Evangelio del próximo Domingo, termina diciendo el Evangelista: «En Caná de Galilea comenzó Jesús sus señales, manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos» (Jn 2,11).
El pueblo estaba a la espera…
El Evangelio de hoy nos informa sobre el ambiente que se vivía en Israel cuando Jesús comienza su ministerio público. Las personas más sensibles a los caminos de Dios presentían que estaba cerca el momento en que Dios iba a cumplir su promesa de salvación (enviando al Cristo, al Mesías anunciado en los profetas). En esto tenían razón, porque el Cristo ya estaba en medio de ellos, pero no en su identificación. «Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo». Juan rectifica inmediatamente, indicando lo más esencial del Cristo: estará lleno del Espíritu Santo. Así estaba anunciado. Y no sólo estará lleno del Espíritu, sino que Él lo comunicará a los hombres.
David había sido establecido como rey en Israel por medio de la unción por parte del profeta Samuel. David era entonces un Ungido (un Mesías). Pero no fue la unción la que hizo de él el gran rey que recuerda la historia, sino el Espíritu de Dios que por medio de ese signo visible le había sido comunicado. Había que atribuir todo lo grande que fue David al Espíritu de Dios que estaba en él. Juan bien sabía esto. Por eso lo expresa de la manera más evidente: «El Cristo bautizará en Espíritu Santo».
El Espíritu Santo
Habiendo sido bautizado Jesús, «se abrió el cielo y bajó sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal como una paloma». Hay algo insólito en esta descripción que no debe pasar inadvertido. El texto dice literalmente que el Espíritu bajó “en forma corporal” (en griego: “somatikó”). ¿Cómo es posible un espíritu corporal? El Espíritu es inmaterial. Pero en este caso era necesario que se viera, para que quedara en evidencia que en Jesús se cumplen las palabras de Dios sobre el Mesías esperado: «He puesto mi Espíritu sobre él». Y como si este signo no fuera suficiente para identificar al Cristo, una voz del cielo le dice: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy».
En los episodios siguientes Lucas insiste sobre la presencia del Espíritu en Jesús. Después del bautismo dice: «Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán y era conducido por el Espíritu en el desierto» (Lc 4,1). Y concluida la narración de las tentaciones, agrega: «Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu» (Lc 4,14). Pero, sobre todo, es Jesús mismo el que, entrando en la sinagoga de Nazaret, lee la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido». Y la comenta así: «Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy» (Lc 4,18.21). Es lo mismo que afirmar: «Esta profecía se refiere a mí, yo soy el que poseo el Espíritu del Señor, yo soy el Ungido, el Mesías».
Siendo uno de la Trinidad, Jesús posee el Espíritu desde la eternidad. Pero en cuanto se ha hecho hombre lo recibe para realizar la obra de la redención y comunicarlo a los hombres. Por eso «Él bautiza en el Espíritu Santo». El Espíritu, que recibimos de Cristo, después que Él lo ha recibido del Padre, nos configura con Él, sobre todo, en su condición de Hijo de Dios. San Pablo lo dice de manera insuperable: “Habéis recibido un Espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ‘¡Abba, Padre!’ El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rom 8,15-16).
Una palabra del Santo Padre:
«”Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto” (Lc 3,22). Con estas palabras, que han resonado en la liturgia de hoy, el Padre señala a los hombres a su Hijo y revela su misión de consagrado de Dios, de Mesías. En la Navidad hemos contemplado con admiración e íntima alegría la aparición de la “gracia salvadora de Dios a todos los hombres” (Tt 2,11), gracia que ha asumido la fisonomía del Niño Jesús, Hijo de Dios, que nació como hombre de María virgen por obra del Espíritu Santo.
Además, hemos ido descubriendo las primeras manifestaciones de Cristo, “luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9), que brilló primero para los pastores en la noche santa, y después para los Magos, primicia de los pueblos llamados a la fe, que se pusieron en camino siguiendo la luz de la estrella que vieron en el cielo y llegaron a Belén para adorar al Niño recién nacido (cf. Mt 2,2).
En el Jordán, junto a la de Jesús, es ofrecida también la primera manifestación de la naturaleza trinitaria de Dios: Jesús, indicado por el Padre como el Hijo Predilecto, y el Espíritu Santo que desciende y permanece sobre Él.
Amadísimos hermanos y hermanas, hoy tengo nuevamente la alegría de acoger a algunos recién nacidos, para administrarles el sacramento del bautismo. Este año son diez niños y nueve niñas, procedentes de Italia, Brasil, México y Polonia.
A vosotros, queridos padres, padrinos y madrinas, os dirijo un cordial saludo y os felicito vivamente. Ya sabéis que este sacramento, instituido por Cristo resucitado (cf. Mt 28, 18-19), es el primero de la iniciación cristiana y constituye la puerta de entrada en la vida del Espíritu. En él el Padre consagra al bautizado en el Espíritu Santo, a imagen de Cristo, hombre nuevo, y lo hace miembro de la Iglesia, su Cuerpo místico.
El bautismo se llama “baño de regeneración y de renovación en el Espíritu Santo” (Tt 3, 5), nacimiento por el agua y el Espíritu, sin el cual nadie “puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3,5). También se llama iluminación, porque a quienes lo reciben «se les ilumina la mente» (San Justino, Apología, I, 61, 12: PG 6, 344). “El bautismo ―según san Gregorio Nacianceno― es el más hermoso y maravilloso de los dones de Dios (…). Lo llamamos (…) don, puesto que se da a quienes no tienen nada; gracia, porque se otorga también a los culpables; bautismo, porque el pecado se entierra en el agua; unción, porque es sagrado y regio (así son los ungidos); iluminación, porque es luz resplandeciente; vestido, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque nos lava; sello, porque nos conserva y es signo del señorío de Dios” (Discursos, 40, 3-4: PG 36, 361 C).
Contemplo con complacencia a estos niños, a quienes se confiere hoy el sacramento del bautismo, aquí en la capilla Sixtina. Su pertenencia a comunidades cristianas de diversos países pone de manifiesto la universalidad de la llamada a la fe. Ellos son, como dice también san Agustín, «nuevo linaje de la Iglesia, gracia del Padre, fecundidad de la Madre, brote piadoso, nuevo pueblo, flor de nuestro corazón (…), mi gozo y mi corona » (Discursos, VIII, 1, 4: PL 46, 838)».
Juan Pablo II. Homilía del Domingo 11 de enero de 1998.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. En el Catecismo se dice que el bautismo imprime carácter, es decir, el bautismo se recibe una sola vez y para toda la vida. ¿Qué pasa, entonces, cuando no se vive como cristiano? ¿Cuando se vive indiferente a la propia fe? ¿Cuándo se tiene más fe en horóscopos y supersticiones que las verdades que Dios nos ha transmitido?
2. “Recuerda que eres un bautizado”, “Sé lo que eres, vive lo que eres”. ¿Soy consciente del compromiso que he asumido con mi bautismo?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1262 – 1274.
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