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Meditación Dominical

26 de Agosto
Domingo XXI Tiempo  Ordinario

«Hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos»

 

Homilía

Pautas  para la reflexión personal
El nexo entre las lecturas
Los textos litúrgicos  se mueven entre dos polos: uno, la llamada universal a la salvación;
el otro, el esforzado empeño desde la libertad y cooperación del hombre.
El libro de Isaías (Primera Lectura) termina hablando del designio  Salvador de Yahveh a todos los pueblos y a todas las lenguas. El Evangelio,  por su parte, nos indica que la puerta para entrar en el Reino es estrecha  y que sólo los esforzados entrarán por ella. En este esfuerzo de nuestra  libertad nos acompaña el Señor, con su pedagogía paterna que no está
exenta de corrección, aunque no sea ésta la única forma de pedagogía  divina ya que el corrige a los que realmente ama (Segunda Lectura).
«Yo vengo a reunir a todas las naciones y  lenguas»
El interlocutor anónimo  que pregunta a Jesús sobre el número de los que se salvarán, está
refiriéndose a una cuestión habitual en las escuelas rabínicas y  frecuentemente repetida en todos los tiempos. Todos los rabinos en la  época de Jesús estaban de acuerdo en afirmar que la salvación era monopolio de los judíos; pero según algunos, no todos los que pertenecían  al pueblo elegido se salvarían. Justamente el mensaje de la lectura  evangélica, más que el número de los salvados e incluso que la dificultad  misma para salvarse, como podría sugerir la imagen de «la puerta estrecha»;  es la oferta universal de salvación de parte de Dios donde «vendrán  de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa  en el Reino de Dios».
Se verifica así en plenitud  la visión de la Primera Lectura tomada del libro del profeta Isaías. En un cuadrograndioso se describe la universalidad de la salvación  de Dios a partir de Jerusalén, que se convierte simultáneamente en  foco de irradiación misionera y de atracción cultual para todas las  naciones. En ninguna parte del Antiguo Testamento se yuxtaponen con  tal relieve el universalismo de la salvación de Dios y el particularismo
judío. El texto nos hace recordar aquel pasaje que dice el Señor: «Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,7 citado en Mt 11,17).
«¿Son pocos los que se salvan?»
El Evangelio de este  domingo nos dice cómo Jesús iba caminando rumbo a Jerusalén, atravesando  ciudades y pueblos, e iba enseñando. Podemos imaginar a Jesús proclamando
la palabra de Dios como los antiguos profetas de Israel. Donde llegaba,  seguramente reunía al pueblo en la plaza y les enseñaba. Su enseñanza  era nueva y asombrosa. Jamás alguien había enseñado así. En efecto,  los maestros de Israel enseñaban diciendo: «Moisés en la ley dijo…» o «La ley dice…». Jesús, en cambio, enseña diciendo: «Yo os digo». Incluso presentaba su enseñanza de una manera que  podía parecer impía a los oídos judíos: «Habéis oído que se  dijo: ‘No matarás’; mas yo os digo…» (Mt 5,21s). No es que Jesús  derogara el mandamiento de Dios; pero él con su autoridad es una nueva  instancia de voluntad divina; da al mandamiento una mayor profundización. Por eso cuando Jesús terminaba de enseñar, «la gente  se quedaba asombrada de su doctrina; porque les enseñaba  como quien tiene autoridad, y no como sus escribas» (Mt 7,28-29).
No es raro, entonces  que la gente aprovechara la sabiduría de Jesús para resolver dudas
acerca de cuestiones fundamentales sobre la existencia humana. Es así  que en uno de esos pueblos, uno se le acercó corriendo y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?»  (Lc 18,18). O, como refiere el Evangelio de hoy: «Señor, ¿son  pocos los que se salvan?» Si alguien hiciera esta pregunta a otra  persona, sería objeto de burla. ¿Quién puede responder eso? Lo notable  en este caso es que el que pregunta está convencido de que Jesús sabe  la respuesta. Podemos calcular la expectativa de todos los presentes  que estaban pendientes de los labios de Jesús.
Ahora bien, ¿qué fue  lo que enseñó Jesús para motivar semejante pregunta? Y ¿por qué
está formulada en esa forma? Jesús tiene que haber dicho algo que  llevara a concluir que los que se salvan son pocos. Pudo haber dicho,  por ejemplo: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien  pierda su vida por mí, ése la salvará» (Lc 9,24). Seguramente entre los oyentes había pocos que estuvieran  dispuestos a perder la vida por Jesús. O bien, pudo haber dicho: «Seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere  hasta el fin, ése se salvará» (Mt 10,22; 24,13). Tampoco habría muchos que aceptaran ser odiados  de todos por causa de Jesús. En otra ocasión, ante las palabras de  Jesús, los oyentes concluyeron, no sólo que serían pocos los que  se salvarían, sino que nadie podría salvarse: «Entonces, ¿quién  podrá salvarse?» (Lc 18,26).
La respuesta  del Maestro…
Algo que no podemos dejar  de recordar es que a ningún maestro de este tierra se le podría hacer  semejante pregunta ya nadie sería capaz de aventurarse a dar una respuesta.  Por eso, la respuesta que Jesús da merece toda nuestra atención. Antes
de examinarla aclaremos qué se entiende por «salvación». Es claro  que aquí se entiende por salvación aquel estado de felicidad definitiva  y eterna que se tiene después de la muerte y que consiste en el conocimiento  y el amor de Dios. El nombre «salvación» es exacto, porque el estado  en que se encuentran los hombres al venir a este mundo es de pecado,  es decir, de privación del amor de Dios. Todos necesitamos ser salvados.  Pero, ¿son pocos o muchos los que se salvan?
El que pregunta ciertamente  tiene la convicción, al menos, de que no todos se salvan. La duda se  refiere a la proporción entre los que se salvan y los que se pierden,  y él parece tener la idea de que son menos los que se salvan. Por eso  formula la pregunta de esa manera. Lo más grave es que la respuesta  de Jesús le da la razón: «Luchad por entrar por la puerta estrecha,  porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán». ¡Muchos  no podrán entrar! En la respuesta de Jesús se percibe que para los  oyentes es claro que en las ciudades hay una puerta ancha por donde  entran los carros y camellos cargados, y otra estrecha, por donde entran  los peatones, uno por uno y sin carga. Es por aquí por donde hay que  entrar, es decir, todo lo que tengamos de superfluo estorba para entrar  a la vida eterna. Tal vez la forma completa de la respuesta de Jesús  es la que reproduce Mateo: «Entrad por la puerta estrecha; porque  ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición,  y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha es la puerta  y que angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo  encuentran» (Mt 7,13-14).

Si la carga es tanta  y no cabe por la puerta estrecha, mientras se pugna por hacer entrar  todo sin decidirse a despojarse, «el dueño de casa se levantará  y cerrará la puerta». ¡Cerrará incluso la puerta estrecha! El  Señor continúa con esta parábola: «Los que hayáis quedado fuera  os pondréis a llamar a la puerta, diciendo: ‘¡Señor,  ábrenos!’ Y os responderá: ‘No sé de  dónde sois’» Los de fuera recibirán esta sentencia: «¡Retiraos  de mí, todos los agentes de injusticia!». La situación de los  que queden fuera es así descrita: «Allí será el llanto y el rechinar  de dientes». Cuando se cierre la puerta, los que hayan quedado  fuera no podrán argüir excusas ni presentar recomendaciones. Jesús  da, como ejemplo, una recomendación particular que no valdrá y que  se dirige a los que están allí escuchando su enseñanza. En ese día  no podrán decir: «Has enseñado en nuestras plazas… somos tu  pueblo. ¡Ábrenos!». A éstos advierte que la salvación no está  restringida a Israel sino a todos los pueblos de la tierra.
«Luchad por entrar…»
El término en griego  de «luchad» (agonizesthe, de agonizomai) es una fuerte exhortación
a luchar, a trabajar fervientemente, hacer el máximo esfuerzo por conquistar  un bien que, aunque posible, es difícil y arduo de alcanzar. Se trata  de un esfuerzo con celo persistente, enérgico, acérrimo y tenaz, sin  doblegarse ante las dificultades que se presentan en la lucha. Implica  también un entrar en competencia, luchar contra adversarios. El término  lo utiliza San Pablo en su carta a Timoteo: «Combate (agonizou)  el buen combate de la fe» (1Tim 6,12). Pablo lo alienta  a no desistir en el combate excelente de la fe, a esforzarse sin desmayo  en una lucha que, porque perfecciona al hombre y porque lo orienta hacia  la plenitud de la vida eterna, es hermosa y preciosa. Pablo resalta  que es necesario, por parte de quien ha recibido el don de la fe, el  esfuerzo sostenido en esa lucha: mediante la decidida cooperación con  el don y la gracia recibidos, se conquista la vida eterna. Y dado que  no es fácil acceder a ella, el esfuerzo ha de ser análogo al que realiza  un luchador en vistas a conquistar la victoria.
Para pasar por «la puerta  estrecha» ella hay que trabajar esforzadamente, hay que luchar el buen  combate de la fe, hay que obrar de acuerdo a la justicia y santidad,  de acuerdo a la caridad y a lasolidaridad: ¡hay que obrar bien,  y ello demanda al cristiano, en un mundo que prefiere la puerta amplia  y el camino fácil, un continuo esfuerzo por la santidad!
Una palabra del Santo Padre:
«El (el Señor Jesús),  en efecto, enseñó que para entrar en el reino del cielo no basta decir  Señor, Señor sino que precisa cumplir la voluntad del Padre celestial.  El habló de la puerta estrecha y de la vía angosta que conduce a la  vida y añadió: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque  yo os digo que muchos intentarán entrar y no lo lograrán.
Él puso como piedra de toque y señal distintiva el amor hacia Sí  mismo, Cristo, la observancia de los mandamientos. Por ello, al joven  rico, que le pregunta, le responde: Si quieres entrar en la vida, guarda  los mandamientos; y a la nueva pregunta ¿Cuáles?, le responde: No  matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falsos testimonios,  honra a tu padre y a tu madre y ama a tu prójimo como a ti mismo. A
quien quiere imitarle le pone como condición que renuncie a sí mismo  y tome la cruz cada día. Exige que el hombre esté dispuesto a dejar  por El y por su causa todo cuanto de más querido tenga, como el padre,  la madre, los propios hijos, y hasta el último bien -la propia vida  -. Pues añade El: A vosotros, mis amigos, yo os digo: No temáis a  los que matan el cuerpo y luego ya nada más pueden hacer. Yo os diré  a quien habéis de temer: Temed al que una vez quitada la vida, tiene  poder para echar al infierno. Así hablaba Jesucristo, el divino Pedagogo,  que sabe ciertamente mejor que los hombres penetrar en las almas y atraerlas  a su amor con las perfecciones infinitas de su Corazón, lleno de amor  y de bondad».

Pío XII, Conciencia
moral: su inviolabilidad y su educación

Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana
1. Hagamos un examen  y veamos cuáles son las cargas que me impiden entrar por la puerta  estrecha.
2. Leamos el pasaje  de Hb 12,5-7.11-13 ¿Cuántas veces me resulta difícil entender la
pedagogía de Dios?

3. Leamos en el Catecismo  de la Iglesia Católica los numerales: 2012 – 2016

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