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Meditación Dominical

28 de Octubre
Domingo XXX Tiempo Ordinario

«¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!»

 

Homilía

Pautas para la reflexión personal

El nexo entre las lecturas

Los términos «justicia y oración» resumen bien las lecturas de hoy. En la parábola evangélica tanto el fariseo como el publicano oran en el templo, pero Dios hace justicia y sólo el último es justificado. El Sirácida, en la primera lectura, aplica la justicia divina a la oración y enseña que Dios, justo juez, no tiene acepción de personas y por eso escucha la oración del humilde que «atraviesa las nubes». Finalmente, San Pablo se revela a Timoteo sus sentimientos y deseos más íntimos: «Me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo juez» (Segunda Lectura).

Dos actitudes ante Dios

La parábola del fariseo y el publicano presenta dos actitudes completamente opuestas frente a la salvación que proviene de Dios. El fariseo se presenta ante Dios, confiado en sus buenas obras y seguro de merecer la salvación gracias a su fiel cumplimiento de la ley: «Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias, etc.». La seguridad en sí mismo está expresada en su actitud y su relación con los demás hombres. «De pie, oraba en su interior y decía: ¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano». Se tiene por justo y su relación con Dios es la del que puede exigir: él ha realizado las obras que ordena la ley y Dios le está debiendo la salvación. El publicano, por otro lado,ni siquiera se sentía digno de «alzar los ojos al cielo».

¿Quiénes eran los «fariseos»?

Para comprender la actitud autosuficiente del fariseo es conveniente saber quiénes eran estos señores. Ante todo la palabra «fariseo» proviene del hebreo «perushim» que significa: separados, segregados. En su origen era el nombre dado a una secta de origen religioso que se aisló del resto del pueblo, probablemente afines del sigo II a.C., para poder vivir estrictamente las normas de la ley, pues creían obtener la salvación por esta observancia. En la mayoría de los casos, sus miembros eran personas corrientes, no sacerdotes que ampliaban a menudo el alcance de las leyes hasta el punto de que estas resultaban difíciles de observar. Deben de haber sido unos 6,000 miembros en la época de Jesús.

El peligro de tales grupos es el de despreciar a los demás hombres, considerándolos como una «masa» de infieles. Una actitud análoga se repite en la historia: es el caso de la secta gnóstica de los perfectos, de los cátaros (puros) en el medioevo, de los puritanos, etc. Una reedición de esta actitud, aunque pueda parecer extraño, se da en ciertos grupos actuales que se consideran poseedores de «conocimientos milenarios» que son revelados solamente a aquellos que, puntualmente, pagan su cuota mensual. Los vemos por doquier y de las más diversas formas (autores de libros de autoayuda, cursos de Nueva Acrópolis, el oráculo de los arcanos, entre otros).A éstos va dirigida la parábola de Jesús, pues ellos ya se consideran justos y, por tanto, para ellos la venida de Cristo y su sacrificio en la cruz resultan inútiles y sin sentido.

¿Quién era un «publicano»?

«Publicano» es el nombre que se daba en Israel a los recaudadores de los impuestos así como de los derechos aduaneros, con que Roma gravaba al pueblo. En ese tiempo eran los que entendían de finanzas y son presentados como ricos e injustos. Algunos de ellos abusaban de la gente y por eso eran odiados y «despreciados» ya que éstos eran obligados a entregar al gobierno de Roma una cantidad estipulada, pero el sistema se prestaba a obtener más de lo acordado y embolsarse así el restante. Autores paganos, como Livio y Cicerón, señalan que los publicanos habían adquirido mala fama en sus días a causa de los referidos abusos. Los judíos que se prestaban para este trabajo tenían que alternar mucho con los gentiles y, lo que era peor, con los conquistadores; por eso se les tenía por inmundos ceremonialmente (ver Mt 18,17). Estaban excomulgados de las sinagogas y excluidos del trato normal; como consecuencia se veían obligados a buscar la compañía de personas de vida depravada, los «pecadores» (ver Mt 9,10-13; Lc 3,12ss; 15,1).

Ellos son, justamente, la antítesis de los fariseos: son pecadores, y están conscientes de serlo, es decir, no presumen de «justos». Un exponente típico de este grupo es Zaqueo, jefe de los publicanos, descrito como «publicano y rico»; otro publicano es Mateo, de rango inferior que Zaqueo, a quien Jesús llama mientras está «sentado en el despacho de impuestos» (Mt 9,9). Para ambos el encuentro con Jesús fue la salvación.

¿Qué oración fue escuchada por el Señor?

En la parábola presentada por Jesús el publicano «se mantenía a distancia, no se atrevía a alzar los ojos al cielo y se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador!» La conclusión es que «éste bajó a su casa justificado y aquél no». Bajó justificado no por ser publicano, ni por ser injusto, sino por reconocerse pecador y perdido; él no ostenta su propia justicia ni confía en su esfuerzo personal; confía sólo en la misericordia de Dios e implora de Él la salvación. Reconoce así que la salvación es obra sólo de Dios, que El la concede como un don gratuito, inalcanzable a las solas fuerzas humanas.

El fariseo, en cambio, volvió a su casa sin ser justificado, no porque ayunara y pagara el diezmo, no porque fuera una persona de bien -estas cosas es necesario hacerlas-, sino por creer que gracias a esto es ya justo ante Dios y Dios le debe la salvación que él se ha ganado con su propio esfuerzo. Para éstos Cristo no tiene lugar; ellos creen que se pueden salvar solos. A ellos se refiere Jesús cuando dice: «He venido a llamar no a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9,13).

«Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes»

Ahora podemos observar la ocasión que motivó esta enseñanza: «Jesús dijo esta parábola a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás». A éstos los resiste Dios porque son soberbios. «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (Sant 4,6; 1Ped 5,5). Este es un axioma que describe las relaciones de Dios con el hombre. Dios creó al hombre para colmarlo de sus bienes y hacerlo feliz, sobre todo, con el don de su amistad y de su propia vida divina. Pero encuentra un sólo obstáculo que la libertad del hombre le puede oponer: la soberbia. Cuando el hombre se pone ante Dios en la actitud de que él puede, con su propio esfuerzo, alcanzar la salvación, eso «bloquea» a Dios, aunque decir esto pueda parecer excesivo.

En su comentario a los Salmos, San Agustín hace una magnífica definición de quién es el soberbio: «¿Quién es el soberbio? El que no confiesa sus pecados ni hace peniten­cia, de manera que por la humildad pueda ser sanado. ¿Quién es el soberbio? El que atribuye a sí mismo aquel poco bien que parece hacer y niega que le venga de la misericordia de Dios. ¿Quién es el soberbio? El que, aunque atribuya a Dios el bien que hace, desprecia a los que no lo hacen y se exalta sobre ellos». El mismo San Agustín aplicando esta definición de la soberbia a la parábola del fariseo y el publicano, agrega: «Aquél era soberbio en su obras buenas; éste era humilde en sus obras malas. Pues bi­en, -¡observad bien hermanos!- más agradó a Dios la humildad en las obras malas que la sober­bia en las obras buenas. ¡Cuánto odia Dios a los sober­bios!». Tenerse por justo ante Dios no sólo es soberbia, sino una total insensatez.

Dios, el Juez justo y bueno

Algo que también impresiona en los textos litúrgicos de este domingo, es que al decirnos la actitud de Dios ante el orante, subraya la de juez. No se excluye que Dios sea Padre, pero es un Padre que hace justicia. Hace justicia a quien eleva su oración con la actitud adecuada, como el publicano, y lo justifica; y hace justicia a quien ora con actitud impropia, como el fariseo, que sale del templo sin el perdón de Dios, porque, por lo visto, no lo necesitaba y quizás ni lo quería. Dios es un juez que no tiene acepción de personas, y por eso escucha con especial atención al frágil, al débil; que le suplica en su desdicha y dolor. Su oración «penetra hasta las nubes», es decir hasta allí donde Dios mismo tiene su morada.

Dios juzga al orante según sus parámetros de redentor, y no conforme a los parámetros del orante o de otros hombres. En la respuesta al orante Dios no actúa por capricho, sino para restablecer la «equidad», la justicia. Por eso, la corona que Pablo espera no es fruto del mérito personal, cuanto justicia de Dios para con él y para con todos los que son imitadores suyos en el servicio al Evangelio. La oración del justo, dice San Agustín, es la llave del cielo; la oración sube y la misericordia de Dios baja.

Una palabra del Santo Padre:

«La oración es el reconocimiento de nuestros limites y de nuestra dependencia: venimos deDios y retornamos a Dios. Por tanto, no podemos menos de abandonarnosa Él, nuestro Creador y Señor, con plena y total confianza…La oración es, ante todo, un acto de inteligencia, un sentimiento de humildad y reconocimiento, una actitud de confianza y de abandono en Aquel que nos ha dado la vida por Amor. La oración es un diálogo misterioso, pero real, con Dios, un diálogo de confianza y amor»

Juan Pablo II, Alocución 14 de marzo de 1979
Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana

1. ¿Con qué actitud me aproximo al Señor, como la del fariseo o la del publicano?
2. Leamos y meditemos el Salmo 32 (31): el reconocimiento del pecado obtiene la misericordia de Dios.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2607-2619.

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