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Meditación Dominical

 11 de Noviembre
Domingo XXXII Tiempo  Ordinario


«El Señor no es un Dios de muertos, sino de vivos»

 

Homilía

Pautas para la reflexión personal  

El nexo entre las lecturas

En la magistral encíclica «Fides et ratio», el Santo Padre escribe: «Una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad cómo en las distin­tas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracte­rizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y a dónde voy? ¿por qué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida?… Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre; de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existen­cia»1 .  Esas pregun­tan nos asaltan con mayor o menor fuerza en los momentos críticos de nuestra existencia y, queramos o no queramos, nuestra actitud ante la vida, nuestras opciones y los intereses que nos mueven están determinados por las res­puestas que les demos. Es imposi­ble permanecer en la soledad y el silencio por un tiempo prolongado sin que irrumpan las preguntas por el sentido de nuestra existencia; en realidad la necesidad de sentido «acucia el corazón del hombre» tal como nos dice el Santo Padre.

Estas preguntas fundamentales son las que trata de responder la liturgia de este domingo. Jesús nos enseña que el destino es la vida, pero que esa vida en el más allá no se iguala a la vida terrena (Evangelio). El martirio de la madre y sus siete hijos en tiempo de la guerra macabea ofrece al autor sagrado la ocasión para proclamar vigorosamente la fe en la resurrección para la vida (Primera Lectura). San Pablo pide oraciones a los tesalonicenses para que «la palabra del Señor siga propagándose y adquiriendo gloria» (Segunda Lectura), una palabra que incluye la suerte final de los hombres ante el Juez supremo, que es Dios.

¿Qué nos narra la historia de los Macabeos?

Durante el gobierno del rey seléucida, Antíoco IV (conocido como Epífanes), en el año 167 a.C., se produjo una violenta persecución religiosa a causa de su política helenizante. Prohibió la práctica de la religión judía. La medida contra los que se mantenían fieles a la fe en Yahvé era extrema: la pena de muerte para los que observaran el sábado y la practica de la circuncisión. Además se impusieron prácticas idolátricas. Sin duda algunas personas apostataron de la fe pero gran parte de la población se mantuvo fiel a la Ley. Unos huyeron al desierto de Judá, otros se dejaron torturar pero no se doblegaron. Otros pasaron a la resistencia armada, dirigidos por Matatías y sus hijos. A Judas, uno de los hijos de Matatías, le pusieron el sobrenombre de «Macabeo» (martillo), de ahí que todos fueron denominados con ese nombre. El segundo libro de los Macabeos cubre los primeros quince años de la resistencia armada de Judas (ver 2Mac 1-7).

La fe en la resurrección de la carne fue un punto que tardó en afirmarse en Israel. La primera mención explícita se encuentra en el pasaje del libro de los Macabeos. Leemos en la respuesta de uno de los siete hermanos ante la tortura del Rey Antíoco IV: «Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna». Igualmente el libro del profeta Daniel, contemporáneo de estos acontecimientos, menciona claramente la resurrección de los muertos (ver Dn 12,2s), y el libro de la Sabiduría (50 a.C.) habla de la inmortalidad (ver Sb 3,1ss).

Se debía de dar respuesta a una dificultad que siempre reaparece y que agobia también a los hombres de nuestro tiempo. Si sólo se vive en el espacio de esta vida terrena, y Dios dispone sólo de este tiempo para compensar a los justos, entonces, ¿por qué el justo sufre y el impío prospera? El profeta Jeremías aborda directamente este problema cuando dice: «Tu llevas la razón, Yahveh, cuando discuto contigo, no obstante, voy a tratar contigo un punto de justicia: ¿Por qué prosperan los impíos y son felices todos los malvados?» (Jer 12,1).  El libro de los Macabeos presenta el caso de los justos que prefieren las torturas y la muerte antes de transgredir la ley de Dios. ¿Cómo podrá retribuirles Dios en esta vida? No los recompensará en esta sino en la otra. Esta es la fe que expresan los siete hermanos: «nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna».  

¿Quién será su marido en la resurrección?

En el tiempo de Jesús había divergencias respecto a la fe en la resurrección corporal. El grupo de los saduceos2 , que era la clase dirigente, a la cual pertenecían los Sumos Sacerdotes, se aferraba exclusivamente a los cinco libros del Pentateuco y no creía en la resurrección. Los fariseos por otro lado, siguiendo más la tradición oral, en su observancia de la ley estaban dispues­tos a renunciar a los goces terrenos y  a profesar su fe en la resurrección. Es la fe de Marta, la hermana de Lázaro. Cuando Jesús le dice: «Tu hermano resucitará» y ella afirma: «Sé que resucitará en el último día».

Esta introducción explica la intención que encierra la pregunta puesta a Jesús por los saduceos, «esos que sostie­nen que no hay resurrección»: una mujer que estuvo casada con siete hermanos y después de todos ellos muere sin hijos, ¿en la resurrección quién será su esposo? Basándose en ley mosaica del levirato3 que mandaba al hermano de un marido difunto casarse con la viuda (ver Dt 25,5ss), tratan de ridiculizar la fe en la resurrección mediante un caso extremo, casi absurdo. Jesús reafirma la verdad de la resurrección y resuelve la cuestión explicando que el tomar marido o mujer pertenece a este estado proviso­rio de cosas; «en la resurrección ni ellos tomarán mujer ni ellas marido. En ese estado no pueden ya morir porque son como ángeles y son hijos de Dios».

En la resurrección no será ya necesario perpetuar la especie por vía de la reproducción, pues no pueden ya morir; no será, por tanto, necesaria la unión sexual entre el hombre y la mujer. Existirá una unión mucho más perfecta pues allí existirá la plenitud del amor y de la participación en la vida divina. Es lo que quiere decir San Pablo cuando afirma que «la caridad no acaba nunca» (1Cor 13,8), es lo único que perdura eternamente.

Jesús agrega un argumento a favor de la resurrección tomado del mismo Pentateuco, cuyo autor es Moisés, pues es la única Escritura a la cual los saduceos reconocen autori­dad: «Que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza». Sin embargo el testimonio máximo de la resurrección de los muertos es el propio Jesús que resucitó al tercer día: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron» (1Cor 15,20). Él nos redimió del pecado y de su salario, la muerte. «Habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos» (Cf. Rom 5,15-19). Si ya Marta y María creían en la resurrección, no sabían, quién habría vencido a la muerte, hasta que Jesús declara ante ellas: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,25)4 .

Una palabra del Santo Padre:

«Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vi­da eterna» (Jn 3, 16). En estas palabras del evangelio de san Juan el don de la vida eterna constituye el fin último del plan de amor del Padre. Ese don nos permite tener acceso, por gracia, a la inefable comunión de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el úni­co Dios verdadero, y al que tú has en­viado, Jesucristo» (Jn 17, 3). La vida eterna, que brota del Padre, nos la transmite en plenitud Jesús en su Pascua por el don del Espíritu Santo. Al recibirlo, participamos en la victoria de­finitiva que Jesús resucitado obtuvo so­bre la muerte.

«Lucharon vida y muerte —nos invita a proclamar la liturgia— en singular batalla y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta» (Secuencia del domingo de Pascua). En ese evento decisivo de la salvación Jesús da a los hombres la vida eterna en el Espíritu Santo. Así, en la plenitud de los tiempos Cristo cumple, más allá de toda expec­tativa, la promesa de vida eterna que desde el origen del mundo, había inscri­to el Padre en la creación del hombre a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26)».

Juan Pablo II, Catequesis del 28 de octubre de 1998

Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana

1. «Que el mismo Señor nuestro Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y que nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y los afiance en toda obra y palabra buena». ¿Vivo siendo consciente de mi vocación hacia la eternidad?

2. En oración, busquemos alimentar nuestro «hambre de infinito», meditando el salmo 16.  

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 988-1004.

1 Juan Pablo II, Fides et ratio n.2

 

2 Saduceos: fue una de las sectas judías de la época de Jesús. Los saduceos formaron un partido político-religioso en el judaísmo desde el siglo II a.C. hasta la caída de Jerusalén en el año 70 d.C. Sus afiliados pertenecían sobretodo a las grandes familias sacerdotales y a la aristocracia laica. Frente a la severa observancia de los fariseos, adoptaron una actitud más libre y laica; por consiguiente, se adaptaron en cierta medida al helenismo de los Seléucidas; mas tarde les fue más fácil entenderse con los romanos. Se les consideraba un grupo comprometido con el poder del momento. Desde el punto de vista religioso, a pesar de estar coludidos con el poder dominante, se aferraban a la ortodoxia judía de sólo aceptar el Pentateuco como texto normativo.

 

3 En Israel existía, además de la ley matrimonial singular, el matrimonio por levirato (término derivado del latín levir que significa “el hermano del esposo”). Tan importante era dejar herederos que si un hombre moría antes de tener hijos, unos de sus hermanos debía de casarse con la viuda; al primogénito de este nuevo matrimonio se le consideraba legalmente como el hijo del difunto. Esta costumbre existía también entre los asirios y los hititas.

 

4 No obstante la certeza de la resurrección que Jesús nos da, Él no nos desvela el modo y las condiciones de la supervivencia: su misterio permanece íntegro. Será vida ciertamente, aunque distinta de la presente.

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